En estas noches de frío, de duro cierzo invernal, llegan hasta el cuarto mío, algunos recuerdos que les deseo contar. En los ochentas tempranos, en la ciudad de México, una noche al llegar a mi departamento de Medellín, en La Roma, al cerrar la puerta de mi recámara empecé a escuchar unos gritos desesperados que venían de la acera de enfrente. Como todo el piso daba a la avenida, todos los que lo habitábamos corrimos instantáneamente a las ventanas, aquél desde el comedor, otro desde la sala, yo desde mi cuarto.
Dos hombres forcejeaban en plena calle; un asalto sin duda, los gritos desesperados del peatón que temía lo peor y requería auxilio. Nosotros solo gritábamos para espantar al asaltante. Repentinamente, de los cuerpos en fricción, salió una luz azul seguida de un gran estruendo. El instinto ahora me arrojo al suelo, mientras les gritaba, cúbranse son balazos. A rastras o mejor dicho pecho a tierra llegue hasta el baño, el lugar más seguro por estar alejado de los ventanales, con la adrenalina a todo lo que daba.
Esperamos un tiempo prudente, y salimos a la ventana a asegurarnos que podíamos bajar auxiliar al pobre señor que estaba a punto del desmayo, otros vecinos fueron saliendo y con pedazos de bolillo querían evitar una descompensación, hicieron que se lo comiera con todo y migajón, como debe ser en estos casos.
Sugerí un té de tila, yo creo que nadie tenía o les valió madre porque nadie me peló, la cuasia ni la han de conocer, mejor ya no les sugiero ni madres, pensé sabiamente.
Otro día, regresaba de ver a mi novia; siempre tomaba el último camión ruta 19, ciudad universitaria deportivo Reynosa, bajaba avenida universidad para tomar la calle de Monterrey al norte hasta llegar a Tlaxcala calle en la que me apeaba para caminarla hasta Medellín, mi refugio. Toda la adrenalina al caminar en esa calle si bien no oscura sí tétrica a esas horas. El silencio y la soledad convocaban al miedo.
Caminaba aprisa cuando vi a media cuadra salir de entre los carros a dos sujetos corriendo hacia Medellín, la paralela a Monterrey donde empezaba mi retorno pedestre a casa. Me pareció extraño, pero como no venían hacia mí no me preocupe, hasta que de una casa salieron como en estampida una familia entera de gitanos que de inmediato me rodearon. Señores y señoras, chavos y chavas de todas edades gritaban escandalosamente mientras me cercaban. Imposible avanzar un metro, prácticamente me pararon.
Al parecer unos rateros trataban de abrir sus carros para robarlos y al ser sorprendidos huyeron corriendo a toda prisa, dejando a su paso alarmas de carros chillando y algunos artículos regados por la calle.
Los gitanos gritaban, en romaní, un dialecto que ni de chiste entendía. Armados los hombres, las mujeres exigían que no me dejaran ir, lo supe más por intuición y un poco por deducción del body language. Las armas apuntándome, los gritos de las damas, un cerco que me impedía continuar mi camino ni explicar lo sucedido: soy víctima del azar nada tengo que ver con lo que pasa, decía sin que me escucharan, no lo mates hasta que te diga quien lo envió, en castellano el grito en respuesta, quien me va a enviar si soy su vecino; soy estudiante y vivo a la vuelta, nada tengo que ver en esto.
Serénese raza no vayan a cometer una pendejada conmigo; tú güera ya no los calientes, le decía a una de las que más parecía de mi edad.
Opté por irme con las de mi generación tratando de buscar alguien que me comprendiera, aparte de que había unas muy guapas, valía la pena el riesgo. Por suerte de dentro de la casa, minutos más tarde, salió un gitano llamado Yanco, un gitano que asistía al mismo gimnasio que yo frecuentaba en las calles de San Luís y Medellín, nos veíamos casi a diario y, aunque nunca platicábamos, siempre lo saludaba de buenos días, una cortesía que sin saberlo un día me iba a arrancar de la furia de los gitanos. Sin duda, ser amable tarde o temprano paga.
En su dialecto les pidió que me liberaran, ya en cristiano, me saludó y me preguntó que había pasado, se lo explique a detalle, incluso le comenté mi temor de que me estuvieran esperando en Medellín para perjudicarme. Ordenó me escoltara un grupo de gitanos armados hasta mi domicilio, gesto que aun sigo agradeciendo porque el susto no estaba para menos.
Me despedí de todos, no sin antes echarle una mirada respetuosa a las guapas gitanas que accedieron a hablar en español conmigo. Qué pinche susto me dieron, les dije.
Con el paso del tiempo, ya frío del momento, me pregunté, por qué algunos querían saber quién me había enviado, si era un simple intento de robo, la pregunta estaba fuera de lugar. Luego entonces alguien sospechaba que no era un simple robo, tal vez una venganza, tal vez los estaban amedrentando.
Por otras razones, con el tiempo me enteré que entre los grupos de gitanos que habitan en la ciudad y en México no existe la unidad que como etnia minoritaria supuse. Más bien conviven en ella una serie de disputas derivadas de la lucha por el poder y los negocios que por años han vivido.
Como en todos los grupos sociales hay elementos que transgreden el desarrollo armónico de la comunidad. Sus ambiciones individuales se corrompen y quebrantan la unidad del conjunto.
Que épocas aquellas en las que como una gran familia viajaban en carruajes pintados, tirados por caballos, y se ganaban la vida vendiendo flores, encajes y adivinando la suerte. Que tiempo aquel en que entre gitanos no se leían la mano. La modernidad, la modernidad; luego que por qué me dan las úlceras, diría mi Maestro Funes.
José Vega Bautista
@Pepevegasicilia
josevega@nuestrarevista.com.mx
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