La señora Rosario Ibarra de Piedra recibió esta semana, a través de su hija, la Medalla Belisario Domínguez que otorga el Senado de la República, y en el mismo evento el galardón fue a manos del Presidente para que la custodie hasta que se esclarezcan las desapariciones producto de la llamada guerra sucia en México.
Doña Rosario es, en efecto, nacida en Saltillo, sin embargo radicó más tiempo en Monterrey y en la Ciudad de México.
Habría que decirlo, aunque aquí están sus orígenes familiares no hubo de los saltillenses, o al menos no de forma manifiesta, una amplia corriente de simpatía o siquiera solidaridad con su movimiento, que fue primero para exigir la liberación o localización de su hijo y después encabezando a nivel nacional a las familias de quienes fueron perseguidos por sus ideas políticas y su oposición al régimen.
Claro que Saltillo no fue ajeno del todo a esos acontecimientos de los setenta. Aquí se desplegó un operativo especial de seguridad aquél lunes 17 de septiembre de 1973 cuando en Monterrey fue asesinado al resistirse a un secuestro el empresario Eugenio Garza Sada, pues se decía que hacia acá habían huido los responsables, incluso se suspendieron actividades en las escuelas antes de la hora acostumbrada. Hay quien recuerda al entonces alcalde Luis Horacio Salinas Aguilera recogiendo personalmente a sus hijos en el Colegio, reflejo de la tensión que se generó en la ciudad.
En uno de sus libros el desaparecido periodista Manuel Buendía asentó que los intentos desestabilizadores pusieron en riesgo también a los capitanes de la industria en Saltillo y se descubrió a tiempo el plan que había para asesinar a uno de ellos, que lo ejecutaría un sujeto infiltrado como caddie en el Club Campestre.
Dos hechos, hoy anecdóticos, que nos refieren de alguna manera la proximidad a aquéllos acontecimientos que sin embargo no se tradujo en acompañamiento o solidaridad social con la causa de Ibarra de Piedra y el Comité Eureka.
Otorgarle la Belisario Domínguez es un acto de justicia a méritos de sobra demostrados. Su calidad moral y valor civil se confirman con el gesto de comprometer a AMLO a que devele lo que ocurrió en México en aquéllos turbios momentos de la represión e intolerancia.
Todo este contexto abre el espacio para otras reflexiones.
Antes que Doña Rosario, otros coahuilenses han recibido el mismo galardón, el Licenciado Adrián Aguirre Benavides, y los Generales Francisco L. Urquizo y Raúl Madero González, así como el Embajador Raúl Castellano. Los tres primeros por sus méritos revolucionarios, y el cuarto por su desempeño en diversos cargos al lado del General Lázaro Cárdenas.
Interesante la paradoja, los revolucionarios fueron galardonados en un régimen que encabezaban los herederos de su movimiento, algunos de los cuales traicionaron los principios por los que ellos lucharon, y fue precisamente por la desviación y excesos de estos que surgieron causas como la que luego encabezaría Ibarra de Piedra.
Cuando el General Urquizo recibió la Belisario Domínguez, era presidente de México nada menos que Gustavo Díaz Ordaz.
Con Díaz Ordaz se recrudecieron las condiciones políticas que detonarían el activismo de quienes fueron el principal motor para la transición que hizo posible que hoy esté en el poder López Obrador.
Las señales anticipan una repetición de escenarios. El actual presidente de México y su grupo en el poder no están a la altura de los ideales y convicciones que distinguen a quienes hoy están honrando, como Doña Rosario.
Más grave aún, no se ven por ningún lado liderazgos sociales ni políticos que tengan el tamaño y la condición para contener los excesos y errores en que está incurriendo el gobierno y que llevan a México a una peligrosa situación.
Los partidos políticos, que tienen recursos y capacidad de organización, están mermados, sin credibilidad ni cartas para jugar un efectivo papel de opositores. Hoy sus cálculos tienen que ser electoreros, ver cómo ganar las más posiciones posibles, pero además de no tener mucho con qué hacer frente a la maquinaria que todos los días aceita Morena, se encuentran ante la realidad de que sus caras más populares, o son vulnerables por su pasado corrupto o no tienen los alcances para ser un contrapeso real.
El sector empresarial titubea, han visto la saña con la que el gobierno actual trata a los que disienten, y con un estado de derecho frágil y en proceso de debilitamiento, ni siquiera el tener las manos limpias es garantía de nada. Temen, y con razón, que si se mueven o hablan, los aplastan.
La población en general es indiferente. Los que desaprueban al gobierno se conforman, hasta ahora, con expresarlo en las redes; los que aprueban están en su mayoría en las nóminas de los programas sociales. Otros desaprueban, pero también extienden la mano para recibir su piscacha, entonces mejor se callan.
Enoja, sorprende, indigna, que las fuerzas de seguridad hayan ido a Culiacán por uno de los nuevos capos sin estrategia, trabajo de inteligencia y un cerco de contención.
¿No enoja que como mexicanos lleguemos de igual manera a este momento crucial para el país? Con las manos vacías, sin proyectos, sin líderes que puedan evitar la carrera al despeñadero. Sin alternativas.
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