Disculpas de antemano
Esta justificación la hago porque ustedes merecen una explicación. Buscar justificaciones no es raro en mí ni cosa de ahora, siempre lo he traído como una especie de costra, una caparazón de tortuga de tierra, esos reptiles que caminan arañando con sus uñas sólidas y penetrantes y que si te descuidas, amanecen patas para arriba y mueren en una agonía desesperante sin justificación alguna… lo digo así porque amo a las mascotas pero las ingratas tienen conmigo un destino de mala suerte.
Siempre he tenido mucho cariño por las personas, algunos objetos, varias cosas que me agradan, pero ese gusto se troca de sonrisa al llanto, llanto de pena en pena de un recuerdo desagradable.
Algo así como en la película de Pedro Infante y Luis Aguilar “A toda máquina”, ¿la recuerda, estimado lector? En donde a las chicas que Pedro enamoraba les caía la desgracia de sopetón. En esa película sale Carmen Montejo jovencita, con su cara de ángel caído y en desgracia, recién llegada de Cuba en los años 40. Pues la enamora Pedro Infante y ¡zaz!, la atropella un tranvía. A Pedro Infante le quedó marcado el accidente y todos los que asistimos al cine a ver esa película, sólo alcanzamos a pensar que se habían llegado las desgracias.
Por eso creo que sí existen las cábalas, aunque sea en cosas tan simples como ponerse un zapato primero: yo prefiero empezar con el derecho y siempre abotonarme la camisa de abajo hacia arriba. O cuando salía uno a jugar futbol con un brinco en la raya, tomar agua bendita con dos dedos, no pisar las tumbas, cosas que yo mismo sigo haciendo a pesar de la distancia de la infancia y de la madurez adulta.
Eso de las cábalas me gusta, es un viento al futuro. Por ejemplo, cuando hago un escrito me gusta tener lápices con punta recién afilada y me incomoda que el sacapuntas no tenga electricidad porque las pilas se agotaron; el papel bond me gusta con cierta abundancia; andar con desvelo me hace perder tiempo en concentrarme pues suele sucederme que me quedo dormido sentado y cuando despierto el dolor de espalda es considerable, luego es una hambre la que tengo que sortear y eso va en detrimento de mi poca -de por sí- inspiración.
Lo peor del caso es que el hambre aumenta inversamente proporcional a la inspiración que me embarga, y más si existe el famoso coctel de camarón pues resulta entonces, que el limón lo adereza de forma increíble y en vez de coctel sabe a gloria con galletas saladas y, ustedes comprenderán estimados lectores, que cuando quiero retomar la escritura del texto mi cabeza está en blanco como la famosa hoja en limpio a la que tanto temen los escritores, y eso es cierto pues véanme, estoy aún sin una letra en el documento, con un sueño intermitente, las manos vacías y, lo más grave, tratando de buscar en mi mente en blanco cuál disculpa será la mejor para presentar esta suerte de editorial-crónica-onírica para justificar lo injustificable.
Creo que a muchos nos pasa lo mismo: tratar lo inexcusable, pero creo que sólo es otro consuelo más para dejar esparcidas las escusas más absurdas-inesperadas-increíbles sobre la falta de un trabajo eficientemente no cumplido.
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