RUBÉN OLVERA MARINES
El INE ganó el debate
Puede que los tres debates presidenciales no hayan modificado considerablemente las preferencias. Pero su contribución al fortalecimiento de la cultura democrática resultó innegable. Ya sea por los distintos formatos que lograron sacar a los aspirantes de sus respectivas zonas de confort, obligándolos a presentar una versión más cercana a su verdadero rostro, o por las altas audiencias que, en forma directa y a través de las redes sociales, se lograron captar, el Instituto Nacional Electoral desahogó con éxito esta etapa del proceso.
Sólo pensemos en las elecciones anteriores a los años 90s. Ni oposición ni debates ni redes sociales. La televisión y los medios lo eran para un candidato, el cual, sin excepción, se convertía en el presidente de la República. ¿Lo recuerdan? Apatía, opacidad y la dominancia de un partido político se mezclaban de manera indisoluble. Por lo que, a la luz de lo sucedido en la actualidad y del valor público de los debates, me pregunto: ¿cómo decidían los electores de aquellas épocas el sentido de su voto? ¿O no lo hacían? Tal vez, a diferencia de ahora, simplemente legitimaban una decisión tomada en lo más alto del partido oficial.
Con los tres debates organizados por el INE, “hayan sido como hayan sido”, se alcanzaron dos objetivos. Primero, si no modificaron la intención del voto, al menos sí consiguieron revelar una parte del verdadero rostro de los aspirantes. De tal manera que, si tú ya tienes un candidato, las discusiones te permitieron conocer sus fortalezas y debilidades. Así que, “sobre aviso (de curva) no hay engaño”.
Conociste a un López Obrador sereno y en ocasiones conciliador. Sobrado o escurridizo en otras, sabiéndose líder en las encuetas. Sensible y contundente en relación a las causas sociales. Pero ciertamente desactualizado respecto a la economía global y a los nuevos requerimientos para lograr un México competitivo.
José Antonio Meade, conocedor y estructurado en sus intervenciones. Sin embargo, por momentos daba la impresión que no revisó o no le interesaba el lugar en el que lo ubican las encuestas; la prudencia opacó la necesaria parte agresiva del candidato. Con mayores atributos para describir una idea que para lanzar un ataque. En pocas ocasiones, suelto y atrevido. Más bien, en la mayoría de las veces, se mostró como si cargara una pesada loza, como si algunas de sus palabras se las hubiesen dictado.
El Bronco se mostró fiel a su origen independiente y a su carácter franco y jocoso. No sorprendió. Pero tampoco desentonó. Propuso con claridad, aunque tal vez le faltó sostener sus ideas con mayores cifras y argumentos. Pocos se percataron que, al mostrar su rechazo a la economía de los subsidios, fue quien, con mayor precisión, trazó la antítesis al modelo propuesto por López Obrador.
Ricardo Anaya puso el mayor ímpetu de todos los aspirantes. Los mejores ataques, emanaron del frentista. Sin embargo, por momentos, el frenesí le ganó a lo táctico. En casi todos los temas se mostró preparado. Pero, en ocasiones, lo impecablemente planeado, resultó mal ejecutado. Al poner mayor atención en López Obrador que en los electores, desaprovechó la oportunidad de conectar con el público que en su mayoría apuesta por el cambio.
Con el enfrentamiento directo entre candidatos, la habilidad y la agudeza de (algunos) moderadores y las respuestas directas de los aspirantes a preguntas formuladas por el público, los debates se acercaron a un segundo objetivo, el cual no podremos medir hasta el día de las elecciones: ofrecieron a los electores todavía indecisos, que no son pocos (en algunos sondeos alcanzan hasta un 30%), la suficiente información, imposible de obtener en las encuestas, spots o en los análisis de especialistas, para tomar una decisión razonada, la cual, según lo que percibimos en el tercer debate, podría, el 1 de julio, ofrecernos algunas sorpresas.
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