VÍCTOR BÓRQUEZ NÚÑEZ
En la que acaso sea la obra definitiva de Silvio Caiozzi, uno de los más afamados directores chilenos, este filme monumental de 195 minutos es un viaje alucinante no solo por un paisaje, una época y unos recuerdos. Es también la historia de un director, un país y unos dolores que sirven de materia prima para una obra monumental y ambiciosa por partes iguales.
Que haya logrado sobrevivir en medio de la cartelera comercial, dominada como siempre por títulos hollywoodenses, es un auténtico milagro. Porque aparte de ser todo un riesgo en su duración –este filme tiene un metraje de 195 minutos-, se trata de una película que no da tregua al espectador en su recorrido maravilloso por una geografía, unos recuerdos y una manera de entender la identidad nacional.
Obra rotunda del director Silvio Caiozzi, tardó catorce años en ver la luz, y no solo debe ser saludada como uno de los mejores títulos de lo que va corrido el año, sino que también es un esfuerzo titánico para transmitir con un lenguaje cinematográfico depurado un resumen de lo que ha sido la historia del país, entrelazando recuerdos, magia, fantasmas del pasado, dolores y culpas no asumidas, junto con una historia de amor que no fue y un regreso a un lugar muchos años después, tratando de encontrar respuestas y encajar piezas en un rompecabezas que va desde su infancia hasta el tiempo presente.
El protagonista de este notable filme es Pancho Veloso (Julio Jung), un viejo escritor de artículos de farándula capitalina. Al comienzo nos enteramos que ha tomado una decisión trascendental: regresar a su pueblo natal de la Patagonia chilena después de más de 40 años de haber huido.
Inicialmente su interés es el de tratar de escribir cuentos que sean de consumo rápido sobre aquella zona de fin de mundo. Pero a medida que Pancho Veloso se reencuentra con esa agreste geografía deberá enfrentar su pasado, olvidarse de sus imposturas y tratar de entender todo lo que sucedió a partir del instante en que debió abandonarlo todo.
Mientras va armando su novela y rearmando su propia existencia, el espectador es conducido de manera magistral por los recuerdos que atesora el protagonista, donde se entremezcla la magia y la fantasía de un grupo de niños que se maravilla con el circo, con las imágenes del cine y con las leyendas que sus parientes y amigos van tejiendo en la soledad de la noche.
El itinerario particular del director de esta cinta es importante de entender: Silvio Caiozzi ostenta una importante filmografía que tiene elementos estéticos y formales reconocibles, algo así como el sello que identifica un cine que abarca “A la sombra del Sol” (1974, codirigida con Pablo Perelman), la fundacional “Julio comienza en julio” (1979), “Historia de un roble solo” (1982), “La Luna en el espejo” (1990), “Coronación” (2000), “Cachimba” (2004) hasta este filme, pasando también por experiencias en el mundo de la televisión (“¿Y… si fuera cierto?”, 1996), el excelente documental de denuncia política “Fernando ha vuelto” (1998) y “Chile, un encuentro cercano” (2001) y “Descorchando Chile” (2010), ambas series documentales para la televisión.
En este contexto, es agradable y muy necesario el reencuentro con Silvio Caiozzi, sobre todo en este esfuerzo que bien podría ser el filme definitivo que entrega este director, absolutamente en sintonía con sus necesidades expresivas, aun cuando gran parte de su encanto radique, precisamente, en lo anacrónico que aparece en un instante en que predomina el cine digital y de técnicas más sofisticadas.
Lo que hace Caiozzi con esta película es reincidir en su estilo afectado, donde hay un cuidado impresionante por la fotografía, el encuadre de los paisajes y el trabajo con la puesta en escena.
Para poder apreciar este tremendo esfuerzo fílmico es necesario entender que el interés que tiene Caiozzi es reflejar una vida y una obra: la suya propia, donde el metraje exagerado es un indicio más de que a él no le interesa el asunto comercial, auto imponiéndose un reto de carácter personal, el de demostrar que se encuentra plenamente vigente y que es capaz de crear una película ambiciosa, poética e imperfecta que se eleva como una pieza casi maestra precisamente por esa ambición que encuentra aquí su mejor expresión.
El mayor encanto que derrocha “Y de pronto el amanecer” es la idea del viaje, íntimo y físico, por un paisaje donde conviven de modo fatal e irreversible la nostalgia, la culpa y los recuerdos rescatados apenas por una fotografía, una historia de amor incompleta o la dolorosa evocación de los estragos del período militar en Chile.
Su peor defecto es que en su acumulación a ratos naufraga y redunda, haciendo que muchas situaciones bordeen el ridículo por lo anacrónicas.
No obstante, el filme se sustenta en una dignidad, en una porfía y plena coherencia con lo que le interesa desde siempre al director. Porque en todo su cine los protagonistas buscan lo inasible: desde el joven Julio que no entiende a tiempo que no podrá jamás derrotar al Julio padre hasta el sometido hijo de “La luna en el espejo”, siempre en los bordes, siempre en un segundo plano, tratando (sin lograrlo) de alcanzar esa idea de felicidad que le ofrece la vecina.
En este monumental filme, Caiozzi reincide, subraya, insiste. Lo suyo es un cine de recuerdos y fantasmagorías. Allí hay que entender la importancia de este impecable reto estético que nos ofrece que se convierte en un título imprescindible en nuestra anémica cartelera comercial.
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