TERESA GURZA
¡FELIZ 2018!
Santiago de Chile, 5 de enero 2018. Un buen propósito de año nuevo, sería reducir nuestro consumo comprando artículos duraderos y no solo los que están de moda; y que generalmente están programadas para caducar.
Así, además de alivianar nuestro presupuesto podríamos empezar a educar a los productores para que echen atrás su actual actitud y recobren la antigua, cuando hacer cosas buenas y durables daba prestigio a empresas y emprendedores.
Muchos de nosotros seguramente al evocar nuestro pasado, recordamos el casi eterno refrigerador Norge, General Electric o Frigidaire de nuestra infancia; la lavadora que duraba hasta el infinito y no tenía como las de ahora, ciclos inútiles que nadie usa; la televisión que en décadas no pasaba de moda o si lo hacía, a nadie le importaba; la estufa a prueba de todo; los teléfonos todos casi iguales y que solo se diferenciaban en los nombres de las compañías que cobraban las cuentas, Ericcson o Mexicana; y esa consola a la que solo se le cambiaba de vez en cuando, la aguja que hacía girar los discos.
Pero como sucede con otras muchas cuestiones, ahora las cosas son diferentes; y a los pocos años, incluso meses, dejan de funcionar y hay que tirarlas.
Y hay gente que incluso se desvela y desmañana haciendo cola desde la madrugada, para ser de las primeras en poseer los últimos gritos de la moda en teléfonos celulares; que se venden a precios inimaginables y quedarán caducos por una nueva hornada, en menos de dos años.
Un interesante y reciente artículo del diario El País, escrito por Josebo Ebola y que tiene precisamente ese título, “Programado para caducar” se refiere precisamente a cómo las empresas diseñan productos con fallas, componentes efímeros y poca durabilidad, para que el consumidor vuelva a pasar por caja.
Y llama a esta moda que nos conduce a un callejón sin salida, “obsolescencia programada”.
El autor recuerda que esta frase apareció publicada por primera vez en 1928, en una revista del sector publicitario norteamericano: que ya desde entonces advertía “Un artículo que no se desgaste es una tragedia para los negocios”.
Y se preguntaba ¿Para qué vender menos si diseñando los productos con fallo incorporado vendes más? ¿Por qué no abandonar ese afán romántico de manufacturar productos bien hechos, consistentes, duraderos, y ser prácticos de una vez? ¿No será mejor para el negocio hacer que el cliente desembolse más a menudo?
Y aunque así lo creamos los no muy enterados en el tema que somos la mayoría de consumidores, la situación de “obsolescencia programada”, como se llama a eso de la caducación forzosa a determinado tiempo, no es nueva.
El periodista Ebola advierte, que la situación empezó en la industria textil a finales del siglo XIX, cuando los fabricantes empezaron a utilizar más almidón y menos algodón.
Que en otras industrias se consolidó, cuando General Electric, Osram y Phillips se reunieron en Suiza en 1924 y decidieron limitar la vida útil de los focos de luz a mil horas, “firmando así, el acta de defunción de la durabilidad”.
Y que “Desde el furor, en los años treinta, por las irrompibles medias de nailon Du Pont hasta el teléfono inteligente que se vuelve tonto sin razón aparente apenas año y medio después de ser adquirido, ha llovido mucho”.
Eso porque “la obsolescencia programada se ha ido refinando; la voluntad de fraude por parte del fabricante no es fácil de demostrar; y actualmente las empresas invierten en cómo reducir la durabilidad de los aparatos, más que en mejorarlos”.
Pero me parece a mí, que es a los que compramos a quienes corresponde no seguir haciéndoles el juego; lo que repercutiría, además, en la conservación de los recursos naturales que sabemos no son eternos y no seguir echando a perder el medio ambiente tan perjudicado ya, por la acción humana.
Han sido los consumidores franceses los que han puesto la primera denuncia contra varias marcas de impresoras.
Y un expiloto de nombre Benito Muros, presidente de la Fundación Energía e Innovación Sostenible Sin Obsolescencia Programada (Feniss), lleva años denunciando que la OP está presente en todos los aparatos electrónicos que compramos, “incluidos los coches.
Y en baterías que no se pueden recargar y en computadoras e impresoras dotadas de chips “que actúan como contadores y que están programados para que, al cabo de un determinado número de usos, el sistema se detenga y que cuando el consumidor la lleve a reparar, escuche al dependiente decir que resulta más barato comprar otra”.
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